La siguiente historia me la contó mi abuelo, él es un hombre campesino hecho y derecho, nacido y criado entre los cerros de la Sierra Madre del Sur. Cuando él era un niño abundaban las leyendas e historias de seres extraños y peligrosos, algunos robaban niños, mientras que otros hacían que los borrachos olvidaran donde estaban y, cuando entraban en razón, se hallaban caminando hacia su muerte en la cima de un escarpado cerro. Los niños crecían con un constante temor a lo que pudiera haber afuera del pequeño pueblo, a las penumbras que señoreaban las oscuras calles de la comunidad a la que aún no llegaba la energía eléctrica.
En una ocasión mi abuelo jugaba entre la maleza y los árboles junto con algunos niños y su prima, comenzaba a oscurecer, pero allá nada significan los números en el reloj, la gente duerme cuando tiene sueño y se levanta cuando cantan los gallos, así que los despreocupados infantes corrían descalzos por el árido suelo pisando hierba seca y golpeándose con varas que encontraban, como Dios manda. Mi abuelo se apartó de los demás chicos por un momento y, por simple capricho del destino, se quedó observando el camino, era una pequeña vereda formada por el constante paso de caballos y burros, realmente no era muy larga pero parecía extenderse más allá de la vista, y se perdía entre los matorrales y los cercados de alambre de púas, aquellos que los campesinos colocaban para que el ganado no entrase a los terrenos de cultivo y arrase con todo a su paso.
El pequeño estaba a punto de dar marcha atrás y regresar con sus amigos cuando notó algo a la distancia, muy a lo lejos veía una figura que avanzaba de forma miserable hacia su posición, casi como si estuviese herida. Conforme se acercaba podía apreciar más detalles. Tenía el pelo largo, seguro que era mujer, muy delgada, el pelo alborotado y vestiduras blancas, pero había algo más, sus piernas no eran normales, éstas se encontraban dispuestas de una forma tan extraña que inmediatamente causó pavor en el niño, estaban cruzadas en forma de equis y caminaba igual que un compás marca distancias sobre una hoja de papel, lo más asombroso era la velocidad a la que iba en esa posición, era como si estuviese corriendo movida por el más básico instinto de devorar o asesinar a lo primero que viera. El niño no lo pensó dos veces, regresó corriendo a donde estaban sus amigos y tomó a su prima fuertemente de la mano para correr con ella lo más rápido que sus piernas le permitiesen, sus ojos empapados en lágrimas se enfocaban únicamente en las tenues luces de las lámparas de petróleo del pueblo, su prima entendía que algo malo pasaba pero aún no era capaz de observar que era aquello de lo que escapaban.
- ¡Gabriel! ¿Qué pasa? ¿Por qué corremos?
- ¡Nos viene siguiendo, no te detengas!
Al llegar a su casa, el pequeño Gabriel cerró con fuerza la improvisada puerta de madera de la humilde construcción de adobe y se tiró al suelo sollozando, su madre rápidamente fue a él y lo levantó mientras que asustada le preguntaba qué había sucedido, el chico contó con detalles todo lo que vio, describió la apariencia del extraño ser y lo rápido que corría, pero había un detalle, nadie más lo había visto. A la mañana siguiente el jovencito se apresuró a preguntarle a todos sus amigos si habían visto a aquella horrenda aparición también, pero todos lo negaron rotundamente, quizás fue su imaginación, o tal vez lo que vio no fue sino a un poblador severamente afectado por el alcohol, cosa que no escaseaba en el pueblo. De cualquier manera, fue un suceso que no significó mucho, pasó el tiempo y el mundo se volvió cada vez menos misterioso, llegaron compañías de electricidad y de repente las calles le habían sido arrebatadas a las tinieblas nocturnas, llegaron escuelas y los niños aprendieron que los eclipses eran sucesos naturales y dejaron de esconderse cuando sucedían, el pueblo perdió un poco de misticismo y superstición.
En una ocasión mi abuelo, ya casado y con una abundante cantidad de hijos, se encontraba de regreso de un poco exitoso día de pesca, de la mano traía a una de sus hijas de unos 7 años y juntos caminaban a la orilla de la playa rumbo a su casa, debían de ser las 7 de la tarde pues el sol comenzaba con su rutinario declive y sus últimos rayos arañaban el horizonte, tornando el cielo de un hermoso color anaranjado, por momentos con una leve tonalidad púrpura. La playa estaba completamente vacía y ellos dos eran los únicos hasta donde el ojo humano podía alcanzar a ver. Repentinamente la pequeña apretó la mano del pescador.
- Papá, quiero irme a casa.
- Ya vamos para allá mi amor, en un rato más llegamos.
- Pero yo quiero irme ahora. - Nos falta un poco más ¿no me dijiste que te gustaba la playa?
- Si, pero me da miedo esa señora, camina extraño.
El hombre volteó tras de sí extrañado, a lo lejos la playa se extendía a muchos kilómetros pero no alcanzaba a ver nada. Su hija tiraba con fuerza de su camisa mientras se ocultaba de lo que tanto la asustaba.
- ¿Qué ves?- dijo Gabriel a la pequeña.
-Rápido papá, vámonos. Ella viene hacia nosotros, es una señora de blanco, tiene los pies cruzados y camina muy rápido. Tengo miedo.
Sólo bastaron esas palabras para que un maduro hombre de 40 años levantara a su hija en sus brazos y huyera corriendo con un intenso terror. La temperatura de la cálida costa descendió drásticamente y Gabriel sentía como una presencia puramente malvada se acercaba velozmente, aunque lo que más lo aterraba era lo familiar que le resultaba esa presencia. Al llegar al pueblo sintió con alivio como esa malévola sensación de ser perseguido se esfumaba, entró a su hogar, cerró con fuerza la improvisada puerta de madera de su casa de adobe y se tiró al suelo jadeando, su esposa rápidamente fue hacia él y lo levantó mientras asustada le preguntó que le había sucedido, ésta vez Gabriel no dijo nada, pidió una copita de mezcal y le explicó a su mujer que un perro los perseguía, de cualquier manera no había visto nada en realidad.
Mi abuelo me contó esta historia hace mucho, de hecho fue hace tanto tiempo que no la recordaba, no fue sino hasta hace unos días que vino a mi mente a raíz de un curioso acontecimiento. Me encontraba caminando por la calle con mi sobrinito de 4 años, habíamos ido a comprar unas cosas para su escuela y comíamos helado de regreso a casa. Repentinamente sentí como su pequeña mano apretaba con fuerza la mía y con su tierno dedo apuntó a un terreno baldío.
- Tío ¿tú conoces a esa señora de allá? No me gusta como camina, sus pies están como cruzados. ¿Podemos irnos?
No había nadie allá. Jamás había corrido tanto en mi vida.
Autor: Eduardo Efraín Villavicencio Escobar.